Artículo publicado por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso, en La Opinión de Murcia con motivo del Programa Iris de la Sociedad de Filosofía de la Región de Murcia:
Citaba hace un tiempo Rafael Sánchez Ferlosio un refrán sefardí que dice así: «Con dicir flama non se quema la boca». El refrán tiene un inequívoco aire de familia con aquellas otras afirmaciones que gustaban de presentar los filósofos analíticos del lenguaje del pasado siglo, como la de que la palabra «rojo» no es de color rojo y similares. Tal vez a un lector poco familiarizado con este tipo de disquisiciones le pueda parecer que se trata de advertencias innecesarias de puro obvias, pero convendría no ser demasiado confiado al respecto. ¿O es que nadie ha asistido a un debate en el que a alguno de los participantes la boca no solo se le calienta sino que incluso se le llena al proferir palabras como «realidad» «práctica» «hechos», etc., como si ellas fueran otra cosa que palabras o, como mínimo, algo más que palabras, palabras más «prácticas», más «fácticas» o más «reales» que las restantes?
El surtido de palabras calificadas por sí mismas, o a las que se les atribuye la misma condición nombrada, es larga y variable, aunque en el espacio que sigue quisiera reflexionar un poco sobre una, de un tiempo a esta parte muy utilizada. Me refiero a la palabra «transparencia». Sostener que a ella le atribuimos la misma condición nombrada o que es calificada por sí misma significaría que damos por descontado que la reivindicación de la transparencia es algo transparente, o sea, indiscutible, autoevidente. Pero, ¿sin la menor duda podemos afirmar tales cosas de ella?
Repárese en que quienes así piensan dan por descontado que la transparencia es buena siempre y en cualquier caso, lo que está lejos de ser cosa evidente por sí misma. Podríamos pensar en un ejemplo trivial pero que puede cumplir la función de ponernos en la pista de lo que se pretende plantear. Una misma persona puede hacer estas dos afirmaciones, sin incurrir en contradicción alguna: «me encanta este vestido, lleno de transparencias» y «no me gusta este vestido, se me transparenta todo», porque la valoración positiva o negativa de la prenda en cuestión depende de la circunstancia o el uso que se quiera hacer de ella. Análogamente, uno puede considerar que la transparencia en los contratos que firma la Administración con particulares debe formar parte del catálogo de buenas prácticas obligadas para los poderes públicos y, al propio tiempo, rechazar que determinadas informaciones sobre las vidas privadas de los responsables políticos (los mismos, por cierto, que pueden firmar los contratos a los que se acaba de aludir) sean de dominio público.
Ahora bien, precisamente porque los motivos mencionados no se puede decir que carezcan de fuerza y consistencia, resulta reveladora la forma casi unánime (pero, sobre todo, acrítica) con la que en nuestros días tiende a considerarse como un valor incuestionable la transparencia. ¿Reveladora de qué, por cierto? De la poca influencia social que hoy tiene un punto de vista que defienda el cuestionamiento de la forma en que se muestra la realidad, esto es, que apele a la necesidad de una actitud crítica ante cuanto ocurre o se nos aparece. Ciertamente, el entregado elogio a la transparencia remite a una actitud como poco ingenua que, apoyándose en una equívoca metáfora visual, da por descontado que conseguir que todo esté a la vista representa el horizonte hacia el que ha de tender no solo la vida pública sino incluso la misma organización del conocimiento.
Detengámonos ahora en este último aspecto. La idea de que conocemos aquello que está a la vista (de tal manera que, si está a la vista sin sombra de secreto alguno, lo conocemos por completo) resulta de todo punto confundente. El conocimiento, valdrá la pena recordarlo, aunque solo sea de pasada, no es mero reflejo, ni mera constatación notarial de lo que en el exterior existe. El conocimiento es, fundamentalmente, producción o, si se prefiere, construcción. Producción o construcción de aquel conjunto de instrumentos que nos permitan acceder a los estratos de lo real que no son directamente accesibles a la experiencia ingenua o espontánea.
Porque si hay algo sobradamente sabido, hasta el punto de que forma parte de la sabiduría popular, es que las apariencias engañan. O, si se quiere decir de manera más elaborada e históricamente actualizada, que a la hora de entender cuanto hay y cuanto sucede alrededor nuestro no queda más opción que sospechar ante lo que declara mostrarse tal cual. Nos lo avisaron, entre otros muchos, Nietzsche, Marx y Freud, no por casualidad denominados «filósofos de la sospecha», y tener que recordarlo debería constituir motivo de severa preocupación. Y es que, conforme crece la complejidad del mundo, cada vez con mayor frecuencia sucede, no ya que las cosas sean diferentes a lo que parecen, sino que sean exactamente lo contrario de lo que parecen.
Piénsenlo un instante: de no ser así, ¿haría alguna falta la propaganda política?