Luis S. Villacañas: «MIR educativo y desarrollo del profesorado»

Artículo publicado por Luis S. Villacañas de Castro en La Opinión de Murcia.

El desarrollo profesional es el proceso por el que un docente descubre, selecciona y transforma, una y otra vez, qué elementos de su identidad son valiosos para su enseñanza y cuáles no

Ante la reciente idea de crear un MIR educativo, tal vez valga la pena preguntarnos por la esencia del profesorado, esto es, por lo que hace que un profesor o profesora sea un profesor o profesora, y no otra cosa. Sólo entonces podremos valorar si la propuesta del Gobierno pretende que los profesionales de la educación se acerquen más o menos a ésta u otra definición o, por el contrario, aspira sólo a que los docentes tarden otros dos años en poder desempeñar las mismas funciones que ahora desempeñan, y de la misma manera —aunque peor pagados, mientras trabajan con un contrato de prácticas en el MIR durante dos años—. En otras palabras: sólo cuando tengamos una respuesta a la pregunta «¿qué es un profesor o una profesora?» podremos hacer algo más que acumular horas y horas de formación y hablar, por fin, de la calidad de la formación y del desempeño de la tarea. Pues si lo que el nuevo MIR pretende es, sencillamente, que los nuevos profesores y profesoras tengan, al empezar su oficio, el mismo nivel que hoy tienen después de dos años de experiencia, entonces se habrá ganado algo, sí, pero no demasiado. (De hecho, si ése es el objetivo, más se ganaría de otras maneras.)

De ahí que aproveche este espacio para compartir mis ideas acerca de la esencia del profesorado y del proceso formativo que podría llevar a alcanzarla. A este proceso lo llamo, sin originalidad alguna, desarrollo del profesorado, y es a lo que cualquier programa de formación debería aspirar.

Entiendo por desarrollo del profesorado al proceso por el que el graduado o la graduada en alguna materia cobra conciencia de que la misma complejidad que conforma el fenómeno educativo le constituye también a él o a ella. De ello sacará, después, consecuencias para su práctica, en forma de propuestas concretas de enseñanza que harán uso de tal o cual orientación pedagógica o metodología.

Pero todo empieza por identificar y hacer justicia a la complejidad de una realidad educativa compuesta siempre de varios planos o esferas: la sociológica, la psicológica y la disciplinar (esta última se refiere a los contenidos y competencias de las materias enseñadas). El desarrollo del profesorado consiste, entonces, en que el docente ejecute un movimiento paralelo a aquél por el que las realidades sociológicas, psicológicas y académicas se solapan y entrecruzan en el fenómeno educativo, y lo aplique esta vez sobre sí mismo, en relación a su identidad como profesor o profesora, y canalice este solapamiento en el aula mediante propuestas educativas concretas.

A la postre, esto implica una reflexión consciente sobre la manera en la que la vida —con sus múltiples concreciones psicológicas, sociológicas, naturales, etc.— puede enriquecer su enseñanza en el contexto de su disciplina. Uno se convierte en profesor y profesora desde el momento en que cobra conciencia de que las diversas dimensiones de lo que uno es —individuo, subjetividad, miembro de una especie, de una sociedad— pueden enriquecer, convenientemente reflexionadas, su labor como enseñante de una disciplina particular.

Este crecimiento, como hemos dicho, debe concretarse en propuestas de enseñanza para los alumnos. Por propuestas de enseñanza entendemos tanto la forma como el fondo del currículum que el profesorado despliega en sus clases, que es donde la productividad de este desarrollo ha de manifestarse, sistematizarse y mejorarse a través de la innovación e investigación educativas. Como es obvio, este desarrollo profesional siempre está orientado por valores y principios que anclan en la individualidad intransferible del individuo profesor y profesora; esta individualidad ni puede ni debe ser sacrificada sino más bien reconvertida en una variable pedagógica con la que el profesorado pueda experimentar. Así, el desarrollo profesional es también el proceso por el que un docente descubre, selecciona y transforma, una y otra vez, qué elementos de su identidad son valiosos para su enseñanza y cuáles no. Se sumerge en el mundo a través de su profesión, y viceversa: deja que su vida y su enseñanza se enriquezcan.

El desarrollo del profesorado queda así asociado al ideal regulativo de lograr un isomorfismo entre la compleja anatomía de la educación, la esencia del profesorado y sus formas de enseñanza, todo ello mediado por la innovación y la investigación curricular. Este isomorfismo sólo puede lograrlo uno mismo, a través de un compromiso con la profesión que se base en la autonomía y la libertad académicas.
¿Es éste el modelo de profesorado que el Gobierno tiene en mente cuando lanza su propuesta? ¿Es éste el tipo de profesionales que busca el MIR educativo: autónomos, con criterio propio, intelectuales públicos capaces de crear y justificar apuestas educativas acordes a la complejidad de los tiempos y de la realidad, y evaluar después su eficacia?

De ser así, iría en contra de todo lo que el Gobierno ha demostrado hasta la fecha.


Tercera sesión de «La Filosofía y las emociones»

Imágenes de la tercera sesión del curso Filosofía y Emociones, a cargo de Antonio Hidalgo. Bajo el título Arte y emociones, se propuso una revisión sistemática de algunos de los autores principales de la historia de la Estética y la Teoría del arte, así como del hacer artístico propiamente dicho, con el objetivo de comprender el papel otorgado a las emociones y la arquitectura conceptual que, en cada caso, se ha construido para justificarlo.

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Manuel Cruz: «La transparencia no es transparente»

Artículo publicado por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso, en La Opinión de Murcia con motivo del Programa Iris de la Sociedad de Filosofía de la Región de Murcia:

Citaba hace un tiempo Rafael Sánchez Ferlosio un refrán sefardí que dice así: «Con dicir flama non se quema la boca». El refrán tiene un inequívoco aire de familia con aquellas otras afirmaciones que gustaban de presentar los filósofos analíticos del lenguaje del pasado siglo, como la de que la palabra «rojo» no es de color rojo y similares. Tal vez a un lector poco familiarizado con este tipo de disquisiciones le pueda parecer que se trata de advertencias innecesarias de puro obvias, pero convendría no ser demasiado confiado al respecto. ¿O es que nadie ha asistido a un debate en el que a alguno de los participantes la boca no solo se le calienta sino que incluso se le llena al proferir palabras como «realidad» «práctica» «hechos», etc., como si ellas fueran otra cosa que palabras o, como mínimo, algo más que palabras, palabras más «prácticas», más «fácticas» o más «reales» que las restantes?

El surtido de palabras calificadas por sí mismas, o a las que se les atribuye la misma condición nombrada, es larga y variable, aunque en el espacio que sigue quisiera reflexionar un poco sobre una, de un tiempo a esta parte muy utilizada. Me refiero a la palabra «transparencia». Sostener que a ella le atribuimos la misma condición nombrada o que es calificada por sí misma significaría que damos por descontado que la reivindicación de la transparencia es algo transparente, o sea, indiscutible, autoevidente. Pero, ¿sin la menor duda podemos afirmar tales cosas de ella?

Repárese en que quienes así piensan dan por descontado que la transparencia es buena siempre y en cualquier caso, lo que está lejos de ser cosa evidente por sí misma. Podríamos pensar en un ejemplo trivial pero que puede cumplir la función de ponernos en la pista de lo que se pretende plantear. Una misma persona puede hacer estas dos afirmaciones, sin incurrir en contradicción alguna: «me encanta este vestido, lleno de transparencias» y «no me gusta este vestido, se me transparenta todo», porque la valoración positiva o negativa de la prenda en cuestión depende de la circunstancia o el uso que se quiera hacer de ella. Análogamente, uno puede considerar que la transparencia en los contratos que firma la Administración con particulares debe formar parte del catálogo de buenas prácticas obligadas para los poderes públicos y, al propio tiempo, rechazar que determinadas informaciones sobre las vidas privadas de los responsables políticos (los mismos, por cierto, que pueden firmar los contratos a los que se acaba de aludir) sean de dominio público.

Ahora bien, precisamente porque los motivos mencionados no se puede decir que carezcan de fuerza y consistencia, resulta reveladora la forma casi unánime (pero, sobre todo, acrítica) con la que en nuestros días tiende a considerarse como un valor incuestionable la transparencia. ¿Reveladora de qué, por cierto? De la poca influencia social que hoy tiene un punto de vista que defienda el cuestionamiento de la forma en que se muestra la realidad, esto es, que apele a la necesidad de una actitud crítica ante cuanto ocurre o se nos aparece. Ciertamente, el entregado elogio a la transparencia remite a una actitud como poco ingenua que, apoyándose en una equívoca metáfora visual, da por descontado que conseguir que todo esté a la vista representa el horizonte hacia el que ha de tender no solo la vida pública sino incluso la misma organización del conocimiento.

Detengámonos ahora en este último aspecto. La idea de que conocemos aquello que está a la vista (de tal manera que, si está a la vista sin sombra de secreto alguno, lo conocemos por completo) resulta de todo punto confundente. El conocimiento, valdrá la pena recordarlo, aunque solo sea de pasada, no es mero reflejo, ni mera constatación notarial de lo que en el exterior existe. El conocimiento es, fundamentalmente, producción o, si se prefiere, construcción. Producción o construcción de aquel conjunto de instrumentos que nos permitan acceder a los estratos de lo real que no son directamente accesibles a la experiencia ingenua o espontánea.

Porque si hay algo sobradamente sabido, hasta el punto de que forma parte de la sabiduría popular, es que las apariencias engañan. O, si se quiere decir de manera más elaborada e históricamente actualizada, que a la hora de entender cuanto hay y cuanto sucede alrededor nuestro no queda más opción que sospechar ante lo que declara mostrarse tal cual. Nos lo avisaron, entre otros muchos, Nietzsche, Marx y Freud, no por casualidad denominados «filósofos de la sospecha», y tener que recordarlo debería constituir motivo de severa preocupación. Y es que, conforme crece la complejidad del mundo, cada vez con mayor frecuencia sucede, no ya que las cosas sean diferentes a lo que parecen, sino que sean exactamente lo contrario de lo que parecen.

Piénsenlo un instante: de no ser así, ¿haría alguna falta la propaganda política?